miércoles, 18 de abril de 2018

Un tipo de Iglesia nace

Es probable que algunos amigos del Rincón considerasen muy pesimista la entrada de ayer. Quise reflejar una situación que, a mi modo de ver, entra por los ojos. Pero soy consciente de que es necesario añadir otros brochazos para completar el cuadro. Al mismo tiempo que hay un tipo de Iglesia que muere, hay otro que está naciendo. 

En el caso de Francia parece claro. Año tras año, aunque en proporciones modestas todavía, crece el número de adultos que se bautizan. Es probable que para muchas personas –incluyendo algunos creyentes– éste no sea un dato significativo. Llevamos años repitiendo la cantinela de que “lo importante es ser buenas personas”. Se supone que si uno es bueno (precisar en qué consiste “ser bueno” no es nada fácil), todo lo demás sobra. No necesita ni la fe, ni los sacramentos, ni la pertenencia a la Iglesia. Quizás eso explique, en parte, el auge de los voluntarios y el descenso de los practicantes. Ninguno de los dos términos me gusta, pero son lo que se suelen usar. No faltan quienes opinan que los valores de la fe cristiana no se han perdido. Simplemente se han secularizado. Las tradicionales formas sólidas se han licuado. El agua es siempre agua. Se encuentra en un cubito de hielo y en la vaharada que empaña los cristales. C'est tout!

La cosa no es tan simple como parece. ¿En qué acaba un valor arrancado de su suelo nutriente? Perdura un tiempo, pero luego se marchita. Mi impresión es que necesitamos tocar fondo para volver a experimentar cómo nace todo. ¿Qué significa que una persona buena se encuentre con Jesucristo? ¿De qué manera este encuentro afecta a su vida? ¿Se produce algún cambio o todo sigue igual? ¿Es la fe un artículo de lujo perfectamente prescindible para ser una “buena persona”? Hace más de 40 años, Hans Küng abordó con gran lucidez esta cuestión en su libro Ser Cristiano, pero su respuesta no parece haber calado en la conciencia de muchos. Seguimos planteándonos parecidas preguntas. Si ser cristiano consiste solo en creer en Dios, ¿en qué se distingue el cristianismo de otras religiones? Si ser cristiano consiste solo en ser bueno y luchar por el ser humano, ¿en qué se distingue el cristianismo de tantos humanismos seculares que buscan lo mismo?


Para no perdernos en reflexiones abstractas, prefiero abordar el asunto a partir de un encuentro fallido: el que mantuvo un hombre bueno con Jesús.

Marcos lo cuenta así: “Cuando se puso en camino, llegó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: —Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar vida eterna? Jesús le respondió: —¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sólo Dios. Conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no perjurarás, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre. Él le contestó: —Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud. Jesús lo miró con cariño y le dijo: —Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después sígueme. A estas palabras, frunció el ceño y se marchó triste; pues era muy rico” (Mc 10,17-22).

Este personaje, cuyo nombre y edad ignoramos (aunque Mateo lo califica de joven), era un tipo cumplidor, un hombre “bueno” que llama también “bueno” a Jesús. Podría haber seguido sus costumbres y rutinas. Sin embargo, le faltaba algo. Jesús, mirándolo con cariño (es importante subrayar este gesto), le propone un claro itinerario de seguimiento. La respuesta de este joven se parece mucho a la de tantos otros jóvenes que han crecido en ambientes sanos, que han recibido una formación excelente, pero que no quieren arriesgar nada. Marcos la retrata muy concisamente: “frunció el ceño y se marchó triste”. Una marea de bautizados frunce el ceño y, a modo de huida silenciosa (solo unos pocos apostatan a bombo y platillo), se descuelga de la fe y de la comunidad.

Pero la vida tiene muchas etapas y da muchas vueltas. Cuando uno se da cuenta de que no se trata solo de “ser bueno” (lo que no es poco en esta sociedad un poco cainita en la que vivimos), sino de seguir a Jesús con todas sus consecuencias, empieza a veces un camino de vuelta, que, en muchos casos, es, en realidad, un camino de ida porque nunca hubo una verdadera experiencia de “encuentro”.

Existen numerosas iniciativas pastorales que buscan ayudar a las personas adultas que quieren regresar a la Iglesia o que se abren por primera vez al mundo de la fe. Ya no se trata de adhesiones forzadas por las circunstancias, sostenidas por un contexto social favorable, sino de verdaderas conversiones que recuerdan a las que dieron origen a la comunidad de Jesús.

Esta es la Iglesia que sigue naciendo con gran fuerza, aunque no constituya un fenómeno sociológico imponente. Mientras muchos –como el joven rico– no quieren cambiar nada de su vida para seguir a Jesús, otros son capaces de arriesgarse y de empezar un camino nuevo. Unos seguirán con sus cosas, pero tristes y cabizbajos. Otros tendrán que enfrentarse a temores, decepciones, pruebas y cansancios, pero no es lo mismo hacerlo desde una fuerte experiencia de fe (es decir, de encuentro personal con Jesús), que sostenidos por una mera costumbre o rutina.

La fe siempre es un combate. Cada vez son más los adultos equipados para librarlo con experiencia, formación y compromiso. Cada vez hay más comunidades que están regenerando el tejido eclesial a base de escucha de la Palabra, sólida formación bíblica y teológica, sincera vida fraterna, alegre celebración de la Eucaristía, servicio humilde a los más pobres y valiente compromiso misionero. Esta Iglesia que nace será minoritaria –parece evidente a juzgar por las estadistícas– pero tendrá la autenticidad de los mártires, de aquellos que arriesgan algo (a veces la vida entera) para creer. Necesitamos testigos de la alegría del Evangelio. Si no, ¿quién se va a sentir atraído por Jesús?



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