miércoles, 4 de abril de 2018

Triunfante se levanta

Durante los ocho días de la Octava de Pascua se puede recitar −o mejor cantar− una hermosa secuencia medieval llamada Victimae paschali laudes. A mí me gusta mucho, y hasta me relaja. Una de las estrofas dice así: “Mors et vita duello / conflixere mirando: / dux vitae mortuus, / regnat vivus”. La traducción litúrgica castellana no renuncia al ritmo y la belleza: “Lucharon vida y muerte / en singular batalla /. Y, muerto el que es la vida, / triunfante se levanta”. Esta estrofa me viene con frecuencia a la memoria cuando se multiplican las noticias que hablan de violencia, enfermedad y muerte. La vida y la muerte están siempre como a la greña, en lucha permanente. Parece que, apenas salimos de un problema, se nos viene encima otro, como si nunca pudiéramos vivir al cien por cien la alegría de la resurrección. Quizás es esta la objeción más seria que la vida pone a las celebraciones de estos días. Si Cristo ha resucitado, ¿por qué seguimos viviendo como si nada hubiera sucedido? ¿Qué diferencia hay entre el mundo que existía antes de su triunfo y el que existe ahora? ¿Somos los cristianos un ejemplo de personas que afrontan la vida con moral de vencedores o, más bien, nos dejamos derrotar por los demonios de la muerte?

En el Via crucis (camino de la cruz) tradicional se habla de las tres caídas de Jesús. Los predicadores siempre nos recuerdan que lo más importante no es caer sino levantarse. Ahora, tras el triunfo de Jesús, vivimos el Via lucis (camino de la luz). Hemos pasado de la noche al día, de la muerte a la vida. ¿Hay también caídas en este camino nuevo o permanecemos siempre de pie? Me parece que en la vida concreta se solapan ambos caminos. Mientras peregrinamos por este “valle de lágrimas” vivimos al mismo tiempo la cruz y la luz, hay una batalla permanente entre la muerte y la vida (“mors et vita duello”). Es bueno que seamos conscientes de esta tensión para evitar que las pruebas de la existencia (dudas, tentaciones, fracasos, enfermedades, etc.) sometan nuestra fe a una presión excesiva. Hasta el final de nuestra historia personal y hasta el final de la historia del mundo seguirá esta batalla entre el bien y el mal. Entonces, ¿qué significa la resurrección de Jesús? ¿Cuál es su verdadera eficacia? Creo que la fe nos ofrece una doble clave para afrontar esta tensión entre el “ya sí” y el “todavía no”. Que Jesús ha resucitado significa que el pecado y la muerte han sido vencidos definitivamente y que, por tanto, la última palabra de la historia no será el mal producido por los seres humanos (¡la historia registra un exceso inaguantable!), sino el amor que viene de Dios. Estar seguros de este final inequívoco otorga al camino una dirección precisa, mantiene la esperanza siempre despierta a pesar de todos los contratiempos.

Pero no solo eso. La resurrección de Jesús es como una siembra generosa realizada por Dios en el ancho campo de la historia. Las semillas de vida nueva están ya germinando y creciendo en la tierra de cada ser humano, aunque no hayan producido todavía todo su fruto. La gracia inunda el universo. Si nosotros cultivamos esas semillas, si nos preocupamos de abonarlas y regarlas, y de arrancar las malas hierbas que crecen alrededor, esas semillas irán produciendo su fruto. Es el resultado de la acción del Espíritu Santo en nosotros. San Pablo lo ha descrito en la carta a los Gálatas: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio. Contra eso no hay ley que valga” (Gal 5,22-23). Esto no es una hermosa teoría, un cuento de hadas. Se hace vida concreta en cada uno de nosotros:
  • cuando tendríamos todos los motivos del mundo para estar tristes y, sin embargo, nos mostramos alegres;
  • cuando podríamos responder con rabia y violencia a los ataques recibidos y, sin embargo, devolvemos bien por mal;
  • cuando la experiencia acumulada nos invita a desconfiar de los demás y, a pesar de todo, no negamos un saludo o una palabra amable;
  • cuando las celebraciones religiosas nos aburren o no nos dicen nada y, no obstante, nos mantenemos fieles por un íntimo impulso de amor;
  • cuando nos sentimos tentados de tirar la toalla porque parece que nada sucede como habíamos imaginado y, sin embargo, no renunciamos a seguir luchando;
  • cuando, tras un éxito aparente, todo se desmorona como un castillo de naipes y, sin embargo, en vez de perder los nervios, volvemos a empezar con humildad;
  • cuando, ante el sufrimiento propio y ajeno, no blasfemamos contra Dios, sino que prodigamos una sobredosis de cuidado y cariño;
  • cuando la violencia no nos vuelve ácidos y vengativos, sino que saca del fondo de nosotros mismos una dignidad inviolable que creíamos perdida...
entonces, precisamente entonces, la resurrección de Jesús está actuando en nosotros, la vida se muestra más fuerte que la muerte, la gracia le ha ganado la partida al pecado. Esto sucede todos los días, a todas horas, en cualquier parte del mundo. Es el testimonio concreto de que “muerto el que es la vida / triunfante se levanta”. Hay motivos para vivir. 



1 comentario:

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