lunes, 15 de enero de 2018

De nieve, cielo y tierra

Aquí en Roma no suele nevar. La última nevada digna de tal nombre se produjo el 4 de febrero de 2012. Os pongo algunas fotos para que veáis que no miento. No hay Photoshop de por medio. Realidad, monda y lironda. El Coliseo cubierto de nieve pierde algo de su colosal magnificencia y se humaniza un poco. Estamos demasiado cerca del mar como para que nieve con frecuencia. Pero sé que el fin de semana pasado (es decir, ayer y anteayer) nevó en mi pueblo. No tanto como hace un par de semanas, pero lo suficiente como para que el paisaje se cubriera con un suave manto blanco. Enseguida evoqué muchos recuerdos de mi infancia. Los mayores dicen -y tienen razón- que ya no nieva como antes. Yo mismo fui testigo de nevadas que superaban el medio metro en el pueblo y duraban semanas. En las cumbres cercanas a los Picos de Urbión se podían alcanzar más de dos metros.

Siempre me he preguntado por qué me gusta tanto la nieve. O, mejor aún, el nevar. Prefiero el dinamismo del verbo a la quietud del sustantivo. De joven, lo achacaba al hecho de haber nacido en enero, pero hace muchos años que mi madre frustró mis sueños al informarme de que precisamente el día de mi nacimiento no nevó, aunque sí lo hizo los días siguientes, incluyendo el día de mi bautizo. En fin, contra factum non valet argumentum. Quienes viven en lugares de alta montaña pueden entender muy bien mi querencia. Nos pasa a la mayoría. Con la nieve, llega el misterio. Cuando comienza a nevar, el ritmo de la naturaleza se lentifica. Todo procede con calma, en una especie de adagio sostenido, como si la nieve quisiera apaciguar las tensiones del mundo. Se crea un silencio religioso, sugestivo. La temperatura se sitúa en torno a los cero grados. Si no hay celliscas turbadoras, el descenso suave de los copos produce una indescriptible impresión de paz. Se van desplomando con suavidad, como si no quisieran llamar la atención, pero acaban transformando todo, haciendo de la dura tierra una esponja. La nieve no es un mero maquillaje para tapar las miserias del suelo. Es agua que regenera y vivifica. A medida que pasan las horas, la nieve puede crear problemas de todo tipo, pero, mientras cae, es como si viniera justamente a lo contrario: a cubrir con un manto de serenidad nuestra agitada vida, puro ejercicio de relajación contemplativa.

Hay un himno litúrgico, propio del tiempo de Adviento, que me da la clave para entender este momento mágico. Una de sus estrofillas dice así: “Cuanta más nieve cae, / más cielo cerca”. Aquí está el quid del misterio. La nieve que desciende acorta la distancia entre el cielo y la tierra. Es como si los copos fueran ángeles diminutos que nos traen a la tierra los dones visibles del Dios invisible: paz, belleza, alegría, fraternidad, sosiego… Mientras caen, son perfectamente perceptibles, pero luego desaparecen, se van fundiendo unos con otros hasta crear una capa tersa y blanquísima. El suelo se hace cielo por unas horas o días o semanas. Contemplando el espectáculo, uno se siente sobrecogido. Mysterium tremendum et fascinans! Mira a la tierra, pero, en realidad, ve el cielo. No ya un cielo azul de primavera o un cielo negruzco y hosco de otoño avanzado, sino un cielo blanco, inmaculado. ¡El cielo en la tierra! No me extraña que uno se vuelva un poco místico y que, sin palabras, con el solo regocijo interno, alabe al Señor de cielos y tierra. La nieve se convierte en pregonera.

De niño me gustaba, como a todos los niños de montaña, hacer grandes bolas de nieve y formar muñecos, también luchar a bolazo limpio y patinar sobre la nieve aplastada, pero, sobre todo, me gustaba pisar la nieve, sentir cómo mis botas dejaban una huella impresa en el manto de nieve fresca. Si seguía nevando, las huellas desaparecían pronto, cubiertas por nuevos copos. Pero si dejaba de nevar y se congelaba la nieve, entonces las huellas permanecían varios días, como testigos mudos de un camino único. Años más tarde, León Felipe me prestó su poema para poner palabras a esa experiencia: “Nadie fue ayer, / ni va hoy, / ni irá mañana / hacia Dios /por este mismo camino / que yo voy. / Para cada hombre guarda / un rayo nuevo de luz el sol.../ y un camino virgen / Dios”. ¡Qué manera tan hermosa de expresar lo que yo sentía de niño! Cuando caminaba por las calles empedradas, hacía también mi propio camino, pero no había testigos. Mis botas de niño no dejaban huella sobre los gorrones de piedra o el asfalto. Mi camino se confundía con el de todos los demás. Pero, cuando nevaba, aunque todos recorriéramos las mismas calles, nuestras huellas en la nieve eran distintas, nos delataban. No había dos caminos iguales. Mis botas de niño no tenían las mismas estrías ni el mismo tamaño que las botas de los adultos. La nieve nos permitía a cada uno seguir un camino virgen. Esto mismo sucede con la experiencia religiosa. Aunque todos busquemos a Dios y parezca que marchamos juntos y repetimos actitudes y conductas, no hay dos caminos iguales: “Para cada hombre guarda / un rayo nuevo de luz el sol.../ y un camino virgen / Dios”. Un camino virgen… sobre la nieve, añado yo.

No me extraña que cada vez sea más difícil creer en Dios porque cada vez nieva menos. Si es verdad que “cuanta más nieve cae / más cielo cerca”, también debe de ser verdad lo contrario: “Cuanta menos nieve cae, / más cielo lejos”. No estoy seguro de que esta sentencia pueda pasar un fino control teológico, pero es lo que siento en esta fría mañana de enero, sin nieve en las calles de Roma y con muchas cosas que hacer. Feliz semana a todos, y que nieve... si Dios quiere.




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