jueves, 14 de diciembre de 2017

Sin Adviento no hay Navidad

Otra vez me toca escribir una entrada en el aeropuerto. Voy a acabar fijando aquí mi segunda vivienda. Como es costumbre a estas alturas de diciembre, todas las tiendas están decoradas con motivos navideños. Este año noto más creatividad que en años anteriores. Parece que corre un poco más el dinero. Hay personas a las que les encanta este ambiente un poco postizo creado a base de bolas de colores, árboles falsos y luces intermitentes. Y hay personas que odian todo este montaje. Yo me sitúo en un punto medio. Ni me entusiasmo ni lo odio, pero reconozco que, a base de tanto cartón piedra, se ha esfumado el verdadero motivo por el que celebramos la Navidad. Y, con él, la verdadera alegría. No me extraña que un porcentaje alto de personas sienta ansiedad ante los días que se avecinan. En vez de ser días portadores de alegría y paz, que son los valores que se proclaman a diestro y siniestro, parecen  sumirnos en la tristeza. Algunas personas viven experiencias de tensión y conflicto, aun en el seno de las propias familias, precisamente cuando se supone que están celebrando el deseado/temido  encuentro anual. Ya es un tópico referirse a las discusiones con el cuñado o la suegra a propósito de herencias, ideas políticas o rencillas del pasado. Es como si al descorchar el cava o la sidra saltasen también todos los rencores acumulados durante el año.

¿Por qué suceden estas cosas? No quiero jugar a psicólogo de familia, pero, más allá de las razones individuales, hay algo que nos afecta a todos: desde hace mucho tiempo estamos celebrando la Navidad sin vivir el Adviento. Cuando se elimina de un plumazo la espera, cuando no experimentamos en carne propia la necesidad de “redención” (utilizo deliberadamente esta vieja palabra de la dogmática cristiana), no tenemos nada que celebrar. Experimentamos entonces un vacío mortal que el comercio se encarga de rellenar con la lista de productos navideños que cada año se incrementa un poco y que parecen conectar con nuestros deseos superficiales de felicidad, amistad, fiesta, etc.  Pero el resultado es engañoso. A mayor consumo, mayor vacío. Y a mayor vacío, más tristeza y soledad. Son los “efectos colaterales” de una Navidad que no responde a una búsqueda personal de sentido, que no tiene nada profundo que ofrecer, sino que ha degenerado en una fiesta de invierno envuelta en papel celofán. El Misterio se ha quedado reducido a pasatiempo. 

Y, sin embargo, la liturgia cristiana nos ofrece un hermoso camino de preparación a lo largo de las cuatro semanas de Adviento. Conecta nuestra búsqueda personal con la multisecular espera del pueblo judío, alimenta la utopía de un mundo distinto según el plan de Dios, nos invita a recorrer la “vía del desierto” y a acompañar a María y a José en su viaje a Belén para, en la sencillez de una posada popular, acoger el Misterio del Dios hecho ser humano. Cuando uno se toma en serio las etapas previas, cuando procura unir el ritmo personal y la liturgia, llega a la Navidad con un secreto deseo de contemplar el Misterio, con una alegría profunda y discreta que no necesita de muchas alharacas para expresarse. ¡Qué pena que desperdiciemos este tesoro que la Iglesia nos ofrece y quedemos subyugados por la publicidad de un gordinflón coca-colero (léase Papá Noel, a quien no le tengo la menor simpatía) que acaba ocupando casi todo el espacio! Soy testigo de que algunas personas que se toman el Adviento en serio, que van encendiendo cada semana la vela que marca el comienzo de una nueva etapa, llegan a la Navidad con otro espíritu. Quien espera, encuentra; quien busca, halla. Ne sono assolutamente convinto, que dirían mis amigos italianos. 

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