martes, 14 de noviembre de 2017

La cultura “inter”

En la entrada de ayer escribí que en el taller de “Indagación apreciativa” había 45 participantes. Todos éramos religiosos  y religiosas pertenecientes a varias congregaciones masculinas y femeninas. Esto no es nuevo. Hay muchos proyectos conjuntos en el campo de la misión, la espiritualidad y la formación. Uno de los más significativos es el proyecto Solidaridad con Sudán del Sur en el que participan más de treinta institutos religiosos. Quizás la novedad consiste en el nuevo enfoque que todo esto supone para la vida religiosa. No se trata solo de hacer cosas juntos sino de caminar hacia una cultura inter, como hoy se denomina al hecho de promover un camino internacional, intercultural, intercongregacional, interconfesional e interreligioso compartido por consagrados de diversas proveniencias. Como todo lo que se abre paso, puede naufragar víctima de la moda y de un exceso verbal, pero puede también madurar y producir frutos.

Los grupos homogéneos y cerrados en sí mismos exhiben una identidad más rígida y pueden ser, a corto plazo, más eficaces. Consideran que no hay que perder tiempo en aprender otras lenguas y costumbres, que no necesitan salir de su territorio, abrirse a ideas y prácticas nuevas, etc. Esto ahorra energía y permite concentrarse en la misión encomendada. Sin embargo, a largo plazo, sucede con estos grupos lo mismo que con los monocultivos: acaban empobreciendo y hasta esterilizando la tierra. La riqueza y la creatividad se producen cuando hay mezcla y mestizaje, cuando salimos de nosotros mismos y nos ponemos a la escucha, cuando ensanchamos nuestro espacio personal e institucional. Entonces, aunque se pierda mucho tiempo en la fase de adaptación, acabamos logrando metas mejores. El proverbio africano lo expresa con claridad: “Si quieres ir rápido, camina solo; si quieres llegar lejos, ve en grupo”.

La vida religiosa vive en un contexto inter. Cada vez es más normal ver comunidades religiosas europeas en las que hay varios miembros que son americanos, africanos o asiáticos. El origen de esta presencia obedece a la escasez de candidatos europeos, pero su verdadero significado trasciende el hecho estadístico. Me atrevería a decir que la disminución de religiosos europeos está siendo la oportunidad para alumbrar un nuevo tipo de vida consagrada que exprese mejor la diversidad humana y, en definitiva, la riqueza de la propia Iglesia y del misterio de Dios. No hemos sido hechos todos iguales. No provenimos todos de la misma etnia ni hablamos la misma lengua ni ingerimos el mismo tipo de comidas. No nos gustan las mismas cosas ni bailamos al ritmo de la misma música, por más que la cultura globalizada tienda a uniformar las expresiones. En la diversidad se produce un estallido de vida y creatividad que no suele darse en los contextos demasiado homogéneos.

Es verdad que la cultura inter no es un camino de rosas. A cada paso se pone a prueba nuestra capacidad de abrirnos al otro y de aceptarlo tal como es. Desmonta nuestros prejuicios asentados, saca a la luz nuestros miedos subterráneos, revela nuestras inconsistencias y fragilidades. Incluso nos interroga sobre nuestras verdaderas convicciones. ¿Vivimos la fe como un rasgo de pertenencia cultural, como un fruto de la educación recibida, o somos capaces de trascender nuestra cultura originaria para abrirnos a un Evangelio que está dirigido a los hombres y mujeres de cualquier lugar del mundo? La cultura inter es como un laboratorio que nos prepara para vivir mejor en un mundo que es, en sí mismo, plural, pero que muy a menudo no sabe integrar las diferencias en una visión armónica. Sin ningún idealismo, puedo reconocer que el taller del fin de semana pasado me ayudó a dar un paso más en una dirección que me parece irreversible. 

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