viernes, 22 de septiembre de 2017

Mientras tanto, caen las hojas

Hoy, como el año pasado, debería escribir sobre el comienzo de una nueva estación y afirmar que me encanta el otoño. Podría hablar de los colores amarillentos y rojizos de los árboles, de las hojas que caen, del fuego que crepita en la chimenea, del olor a setas recientes… y de no sé cuántas cosas más, pero estamos viviendo días tan broncos y tan peligrosos para la sana convivencia que no puedo sustraerme a lo que está pasando en la calle, sobre todo en Cataluña. Se cuenta que, mientras se desataba la revolución bolchevique de octubre de 1917 en Rusia, el sínodo de popes ortodoxos estaba discutiendo sobre los colores de las vestimentas litúrgicas. No sé si esto es verdadero o no, pero, si lo fuera, demostraría hasta qué punto los jerarcas eclesiásticos estaban fuera de la realidad. Es solo un ejemplo clamoroso de lo que nos puede pasar a todos. A menudo, preferimos mirar para otro lado cuando parece que las cosas no nos afectan en carne propia, pero luego no podemos quejarnos de sus consecuencias. A veces, cuando queremos reaccionar, lo hacemos de manera destemplada o es ya demasiado tarde.

Después de un par de posts dedicados al tema, me había propuesto no escribir más sobre el asunto de Cataluña. Soy muy consciente de la complejidad de la situación y reconozco la lógica pluralidad de opiniones. Respeto, sobre todo, el fuerte sentimiento de identidad nacional de muchos catalanes. No veía oportuno echar más leña a un fuego que está ardiendo con fuerza inusitada. Por otra parte, cuando predominan las emociones, apenas queda espacio para la reflexión. Importan más los eslóganes (y reconozco que algunos son muy ingeniosos) que los argumentos. Pero en los últimos días se ha producido una avalancha tan enorme de despropósitos, que siento la necesidad de expresar mi opinión y contribuir, siquiera un poco, a serenar los ánimos y no deteriorar más la convivencia. Amo a Cataluña y me importa mucho lo que sucede allí. El post de hoy es exactamente eso: una opinión; por tanto, algo perfectamente discutible desde argumentos objetivos. 

Sé que, en medio de la tensión política y mediática de las últimas semanas, a muchísimos catalanes no les han gustado nada las recientes intervenciones de la Guardia Civil y de la Policía Nacional por orden de un juez de Barcelona. Lo comprendo perfectamente. ¿A quién le resulta agradable que sean detenidos funcionarios públicos (sean o no del propio partido) o requisados materiales impresos para una consulta popular, aunque fuera ilegal? Enseguida se han destapado todos los demonios franquistas, que es el adjetivo que solemos usar en España cuando queremos referirnos a algo dictatorial o antidemocrático. Comprendo que se juzgue de maneras diversas la oportunidad de una actuación de ese tipo. Cabían varias estrategias políticas y judiciales, no solamente una. Y comprendo que mucha gente se eche a la calle. A mí no me gustan nada las algaradas callejeras (ni siquiera para gritar Viva el Papa), pero sé que hay gustos para todo. Lo que no me parece decente es que los dirigentes tergiversen de tal modo las cosas que, habiendo sido los principales responsables de haberlas provocado, se presenten ante la opinión pública (catalana, española e internacional) como si fueran las víctimas. Esto es una insoportable manipulación que no cabe en quienes tienen que defender la verdad antes que su proyecto político. Un periódico como El País, nada obsequioso con el presidente Mariano Rajoy, ha llegado a escribir un editorial -que comparto de principio a fin- titulado Las mentiras de Puigdemont. Y las ha ido desmontando una a una para evitar que circulen como si fueran un oráculo incontestable.

He leído también los artículos que el mismo Carles Puigdemont, presidente de la Generalidad catalana, ha publicado en el periódico inglés The Guardian y en el estadounidense The Washington Post. No me resisto a copiar y traducir un párrafo del artículo en The Guardian que me parece un ejemplo perfecto de cinismo y propaganda. Escribe Puigdemont: “Catalan citizens are peaceful, European and open-minded, we want to contribute to better international and European governance. The crackdown on our attempts to achieve a democratic process is alien to the way that we both think and act. Our response has been peaceful, despite the heavy-handed tactics from central government, putting democracy and good humour at the forefront. All we want is to carry out the greatest expression of a free democracy, and vote on Catalonia’s future. This is not about independence, it is about fundamental civil rights, and the universal right of self-determination”. 

Lo que, en traducción rápida, quiere decir: Los ciudadanos catalanes somos pacíficos, europeos y de mente abierta, queremos contribuir a una mejor gobernanza internacional y europea. La represión de nuestros intentos de lograr un proceso democrático es ajena tanto a nuestra forma de pensar como de actuar. A pesar de las tácticas de mano dura usadas por el gobierno central, nuestra respuesta ha sido pacífica, poniendo en primer plano la democracia y el buen humor. Todo lo que queremos es llevar a cabo la mayor expresión de una democracia libre, y votar sobre el futuro de Cataluña. No se trata de independencia, sino de derechos civiles fundamentales y del derecho universal a la autodeterminación”. Cada frase podría ser desmontada sin mucha dificultad, pero me quedo solo con la última porque ha sido un mantra repetido hasta la saciedad en los últimos meses: “No se trata de independencia, sino de derechos civiles fundamentales y del derecho universal a la autodeterminación”. 

¿Cómo puede decir que “no se trata de independencia” alguien que hace unos pocos días ha presentado en el parlamento de Cataluña una Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República, infringiendo los procedimientos ordinarios y antes de saber si los catalanes, en el ejercicio de ese supuesto “derecho universal a la libre determinación”, iban a votar a favor o en contra? Si esto no va de independencia, que venga Dios y lo vea. Toda la política del actual gobierno catalán ha estado orientada desde hace mucho tiempo a preparar la independencia y poner las bases de una nueva república. Obviamente, no siempre lo han dicho así de claro para no soliviantar al personal; han procurado vender otros productos que asustan menos y parecen impecablemente democráticos: “democracia es votar”, “la autodeterminación es un derecho”, “we want to be free”, “derecho a decidir”, “¿qué mal hacemos poniendo urnas?” etc. Se trata de proclamas que suenan bien a la mayoría de los oídos, sin tener en cuenta ni su significado preciso ni su contexto. Reconozco que en muchos casos la puesta en escena ha sido brillante y el impacto mediático colosal. Pero todo tiene un límite cuando se traspasa la frontera de la verdad. 

He leído también la declaración que han hecho los obispos catalanes (en la que piden “respeto” a los derechos y a las instituciones) y la de algunas entidades cristianas catalanas apoyando las movilizaciones. Entre ellas se encuentran dos instituciones que me resultan muy cercanas y con las que en algún momento he colaborado: la Unió de Religiosos de Catalunya (URC) y la Fundació Claret. Me cuesta entender que en su breve comunicado hayan escrito esto: “Expresamos el apoyo explícito a las instituciones catalanas y el rechazo a las últimas actuaciones del Estado español en contra de la democracia y el estado de derecho”.


En primer lugar, es muy discutible que instituciones como estas, sobre todo la primera, deban hacer declaraciones de este tipo, sabiendo que en sus filas hay una gran pluralidad de opiniones, a menos que se haya seguido un mínimo procedimiento de consulta y discernimiento, cosa que tal vez se ha hecho. Pero lo que no me parece justo es que se apoye explícitamente a las instituciones catalanas (que han desobedecido al Tribunal Constitucional) y se rechacen las últimas actuaciones del Estado español por considerar que van “contra la democracia y el estado de derecho”. Después de leer estas cosas, comienzo a sospechar que he perdido el sentido de las palabras y que necesito cuanto antes comprarme un nuevo diccionario. O sea, que quien se salta la máxima ley de un país (la Constitución que han prometido guardar, por imperfecta que sea, y el Estatuto de Cataluña que regula el funcionamiento de la autonomía catalana) es un ejemplo de democracia y de respeto al estado de derecho y quien -con mayor o menor tacto (esto es discutible)- la cumple y la hace cumplir, va en contra de la democracia. Es el argumento del presidente Puigdemont, al que algunos han empezado a llamar Cupdemont por su manifiesta sumisión a la CUP. Se trata de repetirlo por activa y por pasiva. Muchos acabarán creyéndolo. ¿Alguien piensa que todavía estamos utilizando el mismo lenguaje?

Mientras escribo estas líneas, veo que siguen las manifestaciones frente al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. La gente está en su derecho de expresar pacíficamente sus reacciones. Unos pueden considerar que lo mejor para los ciudadanos catalanes es la independencia. Los medios públicos catalanes no dejan de apuntar desde hace mucho tiempo en esta dirección. Otros pueden pensar que la independencia no es deseable. En general, los medios de comunicación de ámbito nacional y algunos catalanes privados siguen esta línea. La política consiste en buscar el bien de todos argumentando las razones que avalan las propuestas y buscando los medios lícitos para llevarlas a cabo. Pero lo que no ayuda nada al clima de convivencia es que los dirigentes políticos tergiversen los hechos o se salten la legalidad, porque de ese modo están justificando que otros utilicen los mismos procedimientos.


Apelar a “la gente”, al “pueblo”, al “clamor de la calle” y expresiones parecidas, al margen de los cauces legales, es el atajo que casi todos los regímenes populistas y dictatoriales han usado para justificar sus atropellos. Los independentistas moderados algún día se arrepentirán de haberse echado en manos de los grupos de la CUP y de haber aplicado el principio maquiavélico de que “el fin justifica los medios”. La historia no muy lejana nos ilustra con ejemplos claros para no cometer los mismos errores que en el pasado. Por otra parte, es muy probable que los miembros del gobierno central se arrepientan de no haber previsto con suficiente tiempo que nos aproximábamos a la “tormenta perfecta” y de no haber arbitrado las medidas políticas para evitarla y, sobre todo, para encauzar de manera justa y estable la relación de Cataluña con el resto de España. Espero que no haya sido por motivos electoralistas, porque eso sería de una bajeza incalificable. ¿Tan difícil es sentarse juntos en torno a una mesa y buscar un proyecto de convivencia (conllevanza, como decía Ortega y Gasset) que no sea el mero fruto de transacciones coyunturales (tú me apoyas/yo te doy una competencia; tú me votas/yo modero mis aspiraciones) sino que responda a una visión de futuro compartida, solidaria y estable en el marco de la Unión Europea? Nunca es tarde si de verdad hay voluntad sincera de buscar lo mejor con y para todos los ciudadanos. 

Después de esta reflexión, quizás no muy bien trabada por las prisas, podemos volver a la belleza del otoño, a la melancolía de los días que se acortan, a las castañas asadas,a los paseos por La Rambla… y hasta a los panellets, tan deliciosos, aunque falte más de un mes para su consumo. Lo cortés no quita lo valiente. 

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