miércoles, 6 de septiembre de 2017

Escribiendo espero

Un mes lejos de los aeropuertos me ha ayudado a pisar tierra... y no andarme por las nubes. Pero hoy toca regresar a Roma por vía aérea. Escribo esta entrada en el aeropuerto de Madrid mientras espero mi vuelo. A esta misma hora el papa Francisco está también volando en sentido contrario: ha despegado de Roma y se dirige a Colombia para una esperada visita pastoral a ese querido país latinoamericano. Mientras, el Parlamento catalán se apresta a aprobar la Ley del referéndum de independencia con los votos de JxSí y la CUP. Da igual que se trate de una ley que viola todas leyes. Estas dos formaciones políticas están dispuestas a estrellarse. Con el paso del tiempo se arrepentirán del altísimo precio que están haciendo pagar al país que dicen amar y defender. Pero será demasiado tarde. El daño está hecho. Su reparación llevará tiempo. ¿Es posible que se dé tal grado de ceguera colectiva? Parece que sí. La historia – una vez más – no sirve para nada. No es magistra vitae sino arma arrojadiza. Me duele que un pueblo admirado y querido esté subordinado a un grupo de políticos tan insensatos, que – digámoslo con claridad – han sido elegidos por una parte muy significativa de ese mismo pueblo, pero no son, sin más, “el pueblo” y mucho menos Cataluña. La realidad social es más rica y compleja que los esquemas simplistas con los que suele presentarse.

Creo que en Roma el tiempo será más benigno que en el mes de julio. El otoño – mi estación favorita – está a las puertas. Esperemos que no se caliente con el asunto de Corea del Norte, pero ya se sabe que las guerras comienzan a veces por asuntos en apariencia banales. Confieso que a veces añoro los tiempos en los que los seres humanos solo conocían lo que sucedía en su aldea. Carecían de información, pero, al menos, no estaban sometidos a la presión de hacerse cargo de todo lo que sucede en el mundo. Nuestro umbral de tolerancia está llegando al límite. Se puede disparar el botón automático de la indiferencia, que es el peor de todos. Acostumbrados a recibir una noticia tras otras, desde el índice Dow Jones hasta los afectados por el huracán Harvey, puede llegar un momento en el que todos nos resbale, que nos dé igual dos muertos en accidente de tráfico que cien por un atentado terrorista o miles por una hambruna en Somalia. Comprendo la actitud de las personas que prefieren no leer periódicos, ni escuchar la radio, ni ver la televisión. Puede parecer una falta de responsabilidad, pero a menudo es una medida de higiene mental y emocional. Cada vez se está poniendo más difícil eso de “pensar globalmente y actuar localmente”, como los ecologistas pregonaban hace años.

Confieso que la espera de mi vuelo se me está haciendo más corta dando rienda suelta a algunos pensamientos deshilachados. Mi entrada de hoy no tiene tema. O quizá sí: es un ejercicio de verbalización. Poner palabras a los pensamientos que nos rondan por la cabeza es una forma de exorcizar los demonios que pueden contaminarlos. Nos exponemos a no ser comprendidos y también a ser criticados, pero ese es el riesgo de toda comunicación humana. Sin correr alguno, la comunicación se vuelve banal e insípida. “Que se hable de mí, aunque sea bien” es el deseo de toda persona que se expone en público, consciente de que lo más común es que se hable mal. Las redes sociales son inmisericordes. En fin, es el tiempo que nos ha tocado vivir. Yo escribiendo y los altavoces del aeropuerto importunando con eso de “Por la megafonía de este aeropuerto no se realizan llamadas de embarque”. No tengo más remedio que acercarme a los monitores y comprobar si mi vuelo está en hora y qué puerta nos han asignado. Mañana más… con sabor romano.

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