lunes, 3 de julio de 2017

Desde la terraza

Anoche me subí a la enorme terraza de mi casa a eso de las 10 de la noche. Ayer fue un día sobrecargado de actividades. Necesitaba un tiempo tranquilo antes de dormir. Soplaba una brisa fresca que venía del cercano Mediterráneo. Apenas se oía el ruido de los coches que circulaban por la calle Mariscal Pilsudsky. Los romanos, a esta hora del domingo, están ya recogidos. La luna estaba visible en un 60%. Ya se veían algunas estrellas. Para mí, tanto el amanecer como el atardecer son los mejores momentos del día. Es como si me conectaran con los dos instantes esenciales de la vida humana: el nacimiento y la muerte. Lo que sucede entre ambos tiene otro color. Hay más luz, pero menos verdad. Los momentos crepusculares conectan el cielo y la tierra, el pasado, el presente y el futuro. Los seres humanos que nunca viven amaneceres y atardeceres, que reducen su jornada a las horas del día, se pierden la dosis de misterio que necesitamos para saber quiénes somos.

Así, sin más compañía que mis pensamientos, saqué mi rosario del bolsillo y, con calma, fui desgranado los cinco misterios gloriosos. Dejé que las avemarías me fueran serenando mientras imaginaba las historias que se estaban escribiendo en las casas del barrio. Parioli es una zona habitada por muchos ancianos. Por la mañana había celebrado la misa en una residencia en la que el 80% de las ancianas sobrepasa los 90 años. Hay ancianos que viven solos. Los que pueden permitírselo tienen contratada una badante (empleada doméstica) filipina. En general, disponen de medios económicos, pero viven en una gran soledad. Cuando hablo con algunos de ellos, el discurso parece seguir el mismo guion. Tienen dos o tres hijos que, a menudo viven fuera de Italia y que raramente vienen a visitarlos. Con frecuencia, uno o todos están divorciados. Han comenzado nuevas vidas. Los ancianos abuelos no entienden estos movimientos afectivos, aunque también varios han tenido sus problemas relacionales. Pasan la mayor parte del tiempo sentados en un sofá, prisioneros en sus lujosos pero un poco arcaicos apartamentos de más de 400 metros cuadrados.

Desde la terraza no consigo ver la escalinata que está delante de la basílica del Corazón de María, pero oigo algunas voces. A esta hora, decenas de adolescentes y jóvenes se dan cita allí. La escalinata se convierte en una especie de meeting point antes de emprender aventuras nocturnas en otros lugares de Roma o junto al mar: Ostia, Fregene, etc. Muchos empuñan una lata de cerveza; las chicas se decantan por refrescos sin azúcar. Están sentados en los escalones o recostados en las enormes columnas del atrio. Todos consultan con frecuencia sus teléfonos móviles en una multiconexión que combina cercanía y distancia. No sé si hoy habrá salido a visitarlos uno de mis compañeros africanos que ha decidido ponerse a tiro. El primer día recibió algún insulto. Varios le espetaron la típica frase disuasoria: “Somos ateos”. Mi compañero tiene horas de vuelo como para no amedrentarse. El viernes uno le preguntó que por qué su madre había muerto a los 49 años. Mi compañero se limitó a escuchar la congoja de un joven enfadado con Dios. Detrás del móvil y la lata de cerveza hay historias que nadie escucha. Tras las carcajadas y las palabrotas se esconden dramas sin ventilar, sueños abortados.

Mi rosario avanza lento. Necesito dejarme curar por una mezcla saludable: la contemplación de los misterios gloriosos de Jesús y la contemplación de los misterios dolorosos de las muchas personas que pueblan el barrio: los ancianos de los apartamentos de lujo y los jóvenes acampados en la escalinata de la basílica. En palabras del papa Francisco, ambos grupos (los ancianos y los jóvenes) constituyen materia de descarte. Importan a pocos. Crean problemas. No producen. “Dios te salve María”. A veces, sin saber por qué, me detengo un poco más: “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Imagino a María haciéndose cargo de estas situaciones humanas. Me la imagino diciéndole a Jesús: “No tienen vino”. Es decir, les falta compañía, escucha, sentido, esperanza. Y me la imagino también pronunciando las palabras más marianas que conozco: “Haced lo que él os diga”. Quien tiene a Jesús tiene un tesoro increíble. Me siento muy afortunado mientras remato el último misterio -la Coronación de María como Reina y Señora de todo lo creado- y miro en lontananza la blancuzca silueta de la Farnesina. Buenas noches, Madre. Mañana será otro día.

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