sábado, 31 de diciembre de 2016

Entregar el año que termina

Las 12 horas de vuelo de Madrid a Lima se me hicieron largas. La noche fue amenizada por continuos llantos de niños no acostumbrados a volar. Aunque algunos pasajeros protestaron, yo los acepté de buen grado como infantil melodía navideña, aunque –debo confesarlo– en más de una ocasión me pareció que sus padres no se preocupaban mucho de afinar los instrumentos.  Llegamos sin novedad a la costa pacífica tras cruzar el Atlántico. No recuerdo un vuelo con tantas maletas. A cada pasajero se le permiten dos de 23 kilos cada una, así que muchas personas aprovecharon para llevarse la casa entera en contenedores enormes, muchos de ellos recubiertos de plástico protector. Mi maleta –una sola– apareció por la cinta transportadora cuando el sol de Lima había ya salido con ganas. El dicho de que “los últimos serán los primeros” tendría que completarse con el opuesto: “los primeros serán los últimos”. Mi embarque tempranero se tradujo en un despacho tardío de la maleta. Ya estaba pensando cómo proceder para reclamarla en caso de que no hubiera aparecido. Pero, tras larga espera, apareció enhiesta y orgullosa mi vieja Samsonite azul, con heridas de muchas batallas en sus paredes, pero dura y resistente como un pedernal. Llegué sin novedad a la comunidad claretiana de Lima-Maranga donde me aguardaba una ducha reparadora y un desayuno vegetariano, como a mí me gusta.

Y aquí estoy yo, el último día del año 2016, a 10.874 kilómetros de Roma, mi ciudad de residencia, con un ligero desajuste horario y un corazón muy agradecido. Cuando dentro de unas horas traspase la frontera del nuevo año, mis compañeros, familiares y amigos europeos llevarán ya seis horas viviendo en 2017. Y no digamos nada los asiáticos y oceánicos. La televisión nos hará un desfile con las típicas y tópicas imágenes de Sidney, Tokio, Moscú, Berlín, Roma, París, Madrid, Londres, etc. para mostrarnos lo bonitos que son los fuegos artificiales y las muchas botellas de champán que han sido descorchadas para brindar por el nuevo año. En América nos incorporaremos más tarde al estallido de brindis y buenos deseos. Y todo por culpa de la rotación de la tierra, que gira sobre su eje en sentido antihorario; es decir, de oeste a este. Así que tengo un poco más de tiempo que los habituales lectores europeos para ponerme algo existencialista y meditar sobre este tiempo que parece huir sin que nadie pueda detenerlo. Ya dice el Qohélet (3,1-4) que en esta vida hay tiempo para casi todo:
“Todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el sol: tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar y tiempo de sanar; tiempo de destruir y tiempo de construir; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de hacer duelo y tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras y tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar y tiempo de separarse; tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de tirar; tiempo de rasgar y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz”.
¿No es ésta la experiencia vivida a lo largo de 2016? Los periódicos, las televisiones y radios se encargan de hacer balances del año que termina. Hablan del triunfo de Trump, de la victoria del Brexit, del acuerdo de paz en Colombia, de la derrota parcial del ISIS, del liderazgo del papa Francisco, etc. No falta nunca un recuerdo de “los que nos han dejado”. Yo suelo echar un vistazo rápido a estos resúmenes, pero prefiero otro ejercicio personal que considero más útil. Al final de cada año se lo entrego a Dios. No quiero sobrecargar mi memoria con recuerdos ni con balances. Nadie es buen juez de sí mismo. Si se me permite la metáfora, no guardo las cosas en mi pen drive personal; prefiero almacenar todo “en la nube” de Dios donde sé que siempre estará bien custodiado y a mano, mejor que en mis pobres neuronas, cada vez más cansadas. Entregar el año que termina a Dios es una especie de ejercicio eucarístico. Cuando se presentan el pan y el vino en la Eucaristía, el sacerdote dice: “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan (vino), fruto de la tierra (vid) y del trabajo de los hombres. Él será para nosotros comida (bebida) de salvación”. Inspirado en esta oración, yo quisiera decir hoy:

Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este año 2016,
fruto de tu gracia inmensa y de nuestro esfuerzo inconstante.
Él será para nosotros un año de salvación
porque Tú has ido revelando tu rostro de amor
en todas las experiencias que hemos vivido:
en las alegres y las tristes,
en las útiles y las aparentemente inútiles.
Te las entregamos todas a ti
para que las purifiques, las transformes en vida
y todas formen un canto de alabanza a tu amor infinito.


***

Cuando uno entrega su año a Dios se queda sereno. Uno no tiene por qué cargar con el dolor acumulado ni dejarse inebriar por el éxito o el placer. Todo se queda “en la nube” de Dios porque mañana será otro día. Habrá sol, aire, luz, agua, cariño, trabajo, esperanza, fiesta. Igual que en el Padrenuestro pedimos “danos hoy nuestro pan de cada día”, al comienzo del nuevo año le imploramos: “Danos lo que necesitamos para este nuevo tramo del camino, ni más ni menos”. Este ejercicio de entrega no es una dejación de nuestra responsabilidad. Se queda una “copia de seguridad” en nuestro corazón, pero lo importante es saber que todo descansa en Dios, qué Él se hace cargo de nuestra vida. De esta forma, ligeros de equipaje, podemos comenzar el nuevo año frescos y esperanzados.

Os dejo con un vídeo sobre las luces de Navidad en Madrid. 


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